martes, octubre 04, 2016

EL PELILLO DE ROCUANT DANZABA BAJO LA SUPERFICIE DEL MAR

El bote de un amigo pescador, el mejor medio para ir a Rocuant por pelillo.
          Trabajar y vacacionar simultáneamente sólo era posible en Penco. Cuando llegaban los primeros días cálidos de octubre y noviembre se podía ganar dinero como una diversión. O sea, si uno se lo proponía recibía una paga en dinero, por pasarlo bien. ¿Será posible algo igual en alguna otra parte de este mundo?

           Entre nuestros vecinos armábamos un grupo y nos íbamos a la desembocadura del río Andalién. El trabajo: extraer pelillo del mar; la diversión: pasar un rico día de veraneo. Nos subíamos al bote de un amigo pescador en la playa frente al entonces casino La Bahía a la altura de calle El Roble. ¡Todos arriba! La carga personal incluía una mochila con alimentos, agua, un traje de baño, un gorro, un par de bolsas quintaleras y harto ánimo para divertirnos. Nos turnábamos para remar. Durante la navegación bordeando la costa nos encontrábamos con gente que ya estaba trabajando en la faena de sacar algas en Playa Negra. Nosotros íbamos más allá, a la isla Rocuant, pero sólo a pasos de la boca del río. La mañana soleada y quieta hacía nuestro viaje delicioso. La suave brisa del Andalién cargada de aroma de vegas y campos inundaba nuestros pulmones mientras el punto de destino se acercaba. Desembarco en Rocuant. La playa estrecha subía y terminaba en el terraplén superior donde se iniciaba el campo, estirado e interminable, lleno de zarzamoras, de un pasto que crecía en champas parecido al coirón y de otras especies que sobreviven al fuerte ambiente salino y al azote inclemente del viento. Nos instalábamos en la arena oscura, nos poníamos el traje de baño y ¡al mar! Nuestros pies avanzaban posándose en la arena del fondo y en las piernas se nos enredaban las algas que buscábamos. El agua tibia y cristalina nos llegaba a la cintura. La superficie marina estaba quieta con olas muy pequeñas y suaves mientras al sol, recostado por el oriente, le faltaban tres horas para llegar al cenit. Comenzábamos a arrancar el pelillo desde el fondo,  con los dedos desnudos, encorvados, sujetando la bolsa en una mano y con la otra cosechando. Era tal la abundancia que ni siquiera teníamos que desplazarnos de un lugar a otro. El pelillo permanecía firme y turgente adherido al fondo, ondulando al ritmo de las corrientes. Su color marrón reflejaba la luz solar adoptando tonalidades entre el rojo y el violeta. Cuando la bolsa ya no podía contener más a riesgo de perder su carga, regresábamos a la playa arrastrando la cosecha. Cada pelillero amateur demarcaba un área de la playa (¡esto es mío!) para escarmenar y extender el producto para que se secara o se achicharrara.
Faena de extracción de pelillo cerca de Playa Negra.
          Con la magnífica luz de la primavera, bastaba un par de horas para lograrlo. Hecho ese trámite, de nuevo al mar. Con el paso del reloj, la marea subía y el sol seguía ascendiendo en el cielo. Ya no podíamos estar de pie como a primera hora porque la marea había subido. Para seguir extrayendo había que zambullirse. Conteníamos la respiración el mayor tiempo posible. Con los pulmones pletóricos de aire fresco nos sumergíamos con los ojos abiertos y nos perdíamos entre las praderas de pelillo. Las algas parecían hechas de terciopelo, suaves, movedizas, aterciopeladas. La luz solar también ondulaba sobre la arena del fondo a causa de la rizada superficie. Bajo el agua nuestras narices imposibilitadas de respirar parecían captar un aroma acuático colmado de matices marinos. Salíamos a flote para tomar aire y echar la carga a nuestra bolsa. Apenas podíamos hacer pie en el fondo por la marea. De nuevo a la playa a tender la cosecha. Cuando el área que nos auto asignábamos se llenaba, subíamos al terraplén del campo a seguir tendiendo. Con el sol del mediodía y el viento tibio que soplaba desde el río, nuestro producto rápidamente se secaba hasta quedar chamuscado y quebradizo. Las bolsas también se secaban al igual que los trajes de baño. 

       Al caer la tarde cargábamos el pelillo reseco y limpio. Abordábamos el bote de nuestro amigo pescador y felices nos íbamos a venderle nuestro producto al «Conejo». Ese comerciante había construido una rancha en Playa Negra cerca del río donde acopiaba las algas resecas. Ahí llegábamos. El hombre pesaba las bolsas en una romana colgada de una viga y nos pagaba por el equivalente. Al día de hoy, unos aficionados como nosotros obtenía cada uno unos diez mil pesos, suma suficiente para ir por una cerveza y guardar el resto. Así terminaba en Penco un hermoso día de vacaciones mezclado con trabajo. La guinda de esta torta eran los billetes chuñuscos que recibíamos de manos del mayorista pelillero.     

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